La razón de ser de la comunicación gubernamental es la misma que la de la política: el servicio público. Público resaltado y altas. Es decir, todo lo contrario al servicio particular. No se trata de una herramienta de exaltación personal del ego de los gobernantes o de un tributo a la imagen.
Uno de los primeros argumentos legales utilizados para la justificación de contratación de publicidad o servicios de comunicación suele ser el de la transparencia. La ciudadanía tiene derecho a saber en qué anda su mandatario —lo que se entiende como rendición de cuentas permanente— y en esa medida este debe buscar los medios necesarios para llevar la información a los mandantes, es decir, al pueblo; infortunadamente suele confundirse, o usarse deliberadamente, como herramienta de autobombo en pro de la marca personal del político de turno.
Enfocar la comunicación gubernamental en ensalzar la imagen personal, riñe directamente con uno de los principios rectores de esta disciplina profesional, el de la cooperación. Afirma Luciano Elizalde que “Los actores políticos clásicos ya no están solos en la arena política y no tienen el monopolio de la acción política. Se generan alianzas con socios eventuales para los objetivos, en base a las cuales los gobiernos reciben parte del consenso social.” Eso implica un gana-gana que se ve traicionado cuando el gobernante se atribuye los méritos y los ‘cacarea’ como propios. Esto levanta ampollas y va en detrimento de otro de los principios —quizá el más importante de todos— el de la búsqueda de consenso.
Implantar mensajes, cuál modelo comunicativo de la aguja hipodérmica, soportados sobre arenas movedizas, representa un riesgo comunicacional enorme. Los mitos de gobierno, dicen Riorda y Elizalde son “Herramientas de comunicación simbólica que otorgan sentido social y político a una gestión, tienen una fuerte carga ideológica y actúan como fuente generadora de consensos en una fuerte dependencia de los valores más enraizados en el contexto social en el cual actúa el mito”. Pero si no hay consenso, si no se les otorga credibilidad y no hay control y proyección de consecuencias, se pueden desmoronar, como un castillo de naipes, dejando al descubierto el entramado vano de la comunicación sin sentido de lo público.
Sobre lo anterior, nos quedan, a quienes estamos en la academia, las siguientes preguntas: ¿Estamos formando profesionales para la comunicación pública?,¿saben nuestros egresados la diferencia, machacada hasta el cansancio por Martin-Barbero, entre consumidor y ciudadano? Al parecer no. Llegan comunicadores a las oficinas de prensa de las entidades públicas a trabajar con lógicas marquetineras bajo la presión de mantener en alto la imagen del jefe, entonces surgen las campañas engañosas, las fotografías posadas, la saturación, el protagonismo —que es fiel compañero del desconocimiento de la gestión del otro—.
El desconocimiento de los resultados de los demás lleva a la confrontación y de esta siempre salen verdades respecto al real impacto de las ‘vendidas’ buenas acciones. Dice Mario Riorda que “La buena gestión pública no reditúa electoralmente si las prioridades de la gente no son satisfechas”. Es decir, obras son amores y no pomposas estrategias de comunicaciones.
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