El pasado jueves 7 de marzo, la luz volvió a brillar en el interior del Teatro Román en Pijao. Tras décadas de abandono, el emblemático escenario de este maravilloso municipio del Quindío reabrió sus puertas, devolviendo a la comunidad un espacio que alguna vez fue el alma cultural del pueblo. No se trata solo de materiales de construcción –que también y aún falta mucho-, sino de la recuperación de un ritual, de una memoria colectiva que había permanecido en pausa desde el terremoto de 1999 y la llegada de las tecnologías digitales que desplazaron el cine en 35mm.
Asistir a una sala de cine no es solo ver una película. Es atravesar un umbral que nos separa de la cotidianidad, sumergirnos en la penumbra compartida de un auditorio donde la historia de la pantalla se entrelaza con la de quienes la observan. Así lo explica la teoría del cine como ritual de comunión y separación: primero abandonamos nuestro mundo exterior, luego nos sumimos en la experiencia colectiva de la proyección y finalmente regresamos transformados. Este ciclo, que en otros lugares sigue resistiendo la era del streaming, en Pijao había sido interrumpido por más de dos décadas. Hasta ahora.
El Teatro Román fue más que un cine. Durante mucho tiempo, sus butacas fueron testigo de romances juveniles, de reuniones familiares, de carcajadas y sustos compartidos. Don Gustavo Toro, su administrador y doliente de toda la vida, contó en el documental 'Cinema Nostalgia' de Angélica Aranda Toro que, en una de las proyecciones de las muy apreciadas películas de vaqueros, un espectador desenfundó su revólver y disparó contra la pantalla, respondiendo a las amenazas de los galanes cinematográficos. Una anécdota surreal comparable con la conmoción causada en la sala del Salón Indio del Gran Café de París, por el tren de los Lumiere.
Además de proyectar películas en 35mm,el Teatro Román albergó conciertos, obras de teatro y encuentros sociales que crearon el tejido cultural de la comunidad. Luego vinieron los golpes de la historia: el sismo que resquebrajó su estructura y la violencia, que dejó suhuella en sus paredes. Lo que una vez fue un centro de diversión del pueblo se lo fue comiendo el polvo y los escombros.
La reapertura de este espacio es, en ese sentido, un acto de resiliencia y de reencuentro. No solo con el cine, sino con la posibilidad de experimentar juntos la magia de las artes. En un mundo donde la individualización del consumo audiovisual ha desdibujado la experiencia colectiva, recuperar un teatro es reivindicar la importancia de lo compartido. La Fundación del Toro, impulsora de esta restauración, lo entiende bien: además de devolverle la vida al edificio -que no es una casa adaptada, sino un espacio construido para ser un teatro a la italiana-, busca devolverle a Pijao un centro de expresión artística y cultural.
La luz que se encendió en el Teatro Román el pasado jueves fue más que el titilar de un proyector que desveló la película Mateo para una sala llena; es el reto de un grupo de personas que están convencidas de que la cultura necesita de la colectividad para existir. Y en Pijao, después de 25 años, ese ritual ha comenzado de nuevo.
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